Yo conduje a mi niño hasta la orilla,
y él me condujo a mí,
más niño suyo.
Lo conducente, al fin, lo conducido.
Hasta entonces,
anduvo ensimismado
en tormentas de arena,
en castillos de almenas imposibles.
Con su pala y su cubo, en ramblas breves.
La media tarde se alumbraba oblicua
con dócil resplandor. El mundo en torno
brindaba a aquel volumen mansedumbre,
sin la laceración del mediodía.
El mar y el niño se observaron tensos,
como las criaturas más salvajes.
Tanteaban sus fuerzas,
recelosos,
en una esgrima tácita.
Hasta que el niño desplegó su índice,
y al señalar el mar,
creó desde la nada el mar primero,
fundó desde su amor el horizonte.
Corrió el niño hacia el agua,
y el animal, sumiso,
lamió sus pies descalzos. Para siempre,
tomaron posesión uno del otro,
señores a la vez, mutuos esclavos.
Así fue cómo el aprendiz de espumas
se hizo doctor en olas, erudito
en los cantos rodados, en los nácares,
en los azules yodos intangibles.
Yo me atuve a mi asombro,
pobre adulto.
¿Por qué,
si fuimos dueños, no lo somos?
¿Por qué,
si lo supimos, no sabemos?
¿Adónde fue a parar el paraíso?
Carlos Marzal (1961-)
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